“Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 13-35). Tal como sucede con los otros discípulos,
también los discípulos de Emaús se caracterizan por pasar, de un estado anímico
y espiritual de tristeza, pesimismo y falta de fe antes del encuentro personal
con Jesús resucitado, a un estado anímico y espiritual de fervor y alegría
luego de reconocerlo glorioso y vivo. A pesar de que Jesús les sale al
encuentro, camina y habla con ellos, los discípulos de Emaús no lo reconocen,
porque “algo” impide que lo reconozcan: “Mientras conversaban y discutían, el
mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
Pero
algo impedía que sus ojos lo reconocieran”. Aún más, tratan a Jesús como “forastero”
y además lo tildan, indirectamente, de “ignorante”, porque “no sabe” qué es lo
que ha pasado con Jesús, “un profeta poderoso en obras y en palabras”: “"¡Tú
eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!
(acerca de) Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en
palabras”. Mientras los discípulos intercambian estas primeras palabras con
Jesús, se encuentran, además de faltos de fe, apesadumbrados, “con el semblante
triste”, dice el Evangelio. Sin embargo, todo esto desaparece cuando, en medio
de la cena, Jesús parte el pan y al hacerlo, infunde el Espíritu Santo sobre
ellos, y es el Espíritu Santo quien, con su luz divina, ilumina las tinieblas
de las mentes y los corazones de los discípulos de Emaús, permitiéndoles
reconocer a Jesús: “Lo reconocieron al partir el pan”. Su estado anímico y
espiritual cambia entonces radicalmente, pasando de la tristeza, el abatimiento
y la falta de fe, al pensar que Jesús estaba muerto, a la alegría, el
entusiasmo y el ardor en el Amor de Dios en sus corazones: “¿No ardían acaso
nuestros corazones mientras nos hablaba por el camino?”.
“¡Hombres
duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los
profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para
entrar en su gloria?”. También a nosotros nos cabe el reproche de Jesús a los
discípulos de Emaús, porque nos sucede, muchas veces, lo mismo que a ellos:
andamos tristes y abatidos en la vida, por la falta de fe en Jesús resucitado,
que no solo ha resucitado, sino que está vivo y glorioso en la Eucaristía. Jesús
camina con nosotros en esta vida terrena; está en el sagrario, para escuchar
nuestros pedidos, aunque también para que le agradezcamos, lo alabemos y lo
adoremos en su Presencia Eucarística y, sin embargo, no lo hacemos, porque
también nosotros, como los discípulos de Emaús, somos “duros de entendimiento”
y no aceptamos la cruz –los “sufrimientos” del Mesías- necesarios para “entrar
en la gloria”, en el Reino de los cielos. Y esto, a pesar de que Jesús se
muestra para con nosotros con un amor de predilección incluso más grande que el
que demostró para con los discípulos de Emaús, porque con ellos se quedó sólo
después de que se lo pidieran: “Quédate con nosotros”, le dicen, y recién
entonces Jesús se quedó con ellos, porque pretendía seguir su camino: “Cuando
llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante”; en
cambio, para nosotros, antes de que le pidamos que se quede, Él ya está con
nosotros, en el sagrario, en la Eucaristía, para escuchar, para darnos su
alegría, su fortaleza y su amor, para que seamos capaces de llevar la cruz de
cada día, participando de sus sufrimientos, preparándonos así para entrar en su
gloria, en el Reino de los cielos. Por eso, junto con los discípulos de Emaús,
que le pidieron que se quedara con ellos, también nosotros decimos: “Quédate
con nosotros, Jesús, Tú que estás en la Eucaristía; quédate en el sagrario, en
la custodia, y nunca te vayas de nuestros corazones; quédate con nosotros, que
ya anochece y esta vida se pasa; quédate con nosotros, en medio de tu Iglesia,
en la Eucaristía, para que nosotros podamos luego estar Contigo, en el Reino de
Dios, en la vida eterna”.
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