“Perdona
setenta veces siete” (Mt 18, 21-35). Llevado
por la casuística farisea, Pedro pregunta a Nuestro Señor “cuántas veces” debe
perdonar al prójimo que lo ofende. Pensaba que “hasta siete veces” era un
número suficiente, puesto que los hebreos consideraban al número siete como
sinónimo de perfección; según este modo de pensar, a la ofensa número ocho ya
se tenía la libertad para responder al
ofensor y de acuerdo a la ley del Talión, es decir, “ojo por ojo y diente por
diente”. Pero Jesús, que en cuanto Dios ha venido a “hacer nuevas todas las
cosas” (cfr. Ap 21, 5), sorprende a
Pedro al decirle que debe perdonar “setenta veces siete”, con lo cual quiere
decir “siempre”. La razón es que el anterior perdón –el de la Antigua Alianza- estaba
más bien basado en la buena voluntad de la persona, con lo cual el perdón
surgía de las propias fuerzas del hombre que quería ser justo; en cambio el
perdón cristiano no se origina en el hombre, sino en el Hombre-Dios Jesucristo
y su gracia santificante: el cristiano debe perdonar “siempre” y sin considerar
la magnitud de la ofensa porque el perdón con el que perdona, no es el mero
perdón humano, sino el perdón con el cual Jesucristo lo perdonó desde la cruz y
este perdón es un perdón divino –y por eso, infinito- por originarse en el
Hombre-Dios. Esta es la razón por la cual el cristiano no tiene excusas para no
perdonar a su prójimo, como tampoco tiene límites en el perdón, porque Jesús
nos perdonó desde la cruz sin ningún mérito por parte nuestra y sin poner
límites a su perdón. Además, asociado al perdón cristiano, está el nuevo
mandamiento de la caridad, que ordena “amar al enemigo” (Mt 5, 44), con lo cual queda abolida y superada por la caridad
cristiana la Ley del Talión. En otras palabras, el cristiano no solo debe
perdonar “setenta veces siete” –siempre-, sino que no puede permanecer en el
solo hecho de perdonar, sino que debe amar a quien lo ofende, a quien es, por
alguna circunstancia, su enemigo. El perdón sin medida está asociado al amor
sin medida, independientemente de la magnitud de la ofensa e independientemente
de si el ofensor es o no enemigo; aún más, si es enemigo, el cristiano está
obligado, por la fuerza del Divino Amor que brota del Corazón traspasado de
Jesús, a amar a su enemigo y no simplemente limitarse a perdonarlo.
“Perdona
setenta veces siete”. Puesto que la fuerza del Amor celestial necesario para poder
perdonar a nuestro prójimo y amar a nuestro enemigo proviene de Cristo
crucificado es necesario, por lo tanto, que acudamos a la Fuente inagotable de
perdón y Amor divino, Jesús en el Calvario y que, arrodillados ante Jesús
crucificado, meditemos acerca del infinito perdón que Él nos ha concedido
siendo nosotros sus enemigos y que le pidamos la gracia de poder perdonar con
el mismo perdón que nosotros mismos recibimos de su Sagrado Corazón. Sólo así
el cristiano se vuelve capaza de “perdonar setenta veces siete” y de “amar a su
enemigo”, tal como nos lo pide Jesús.
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