“Si
yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el
Reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc
11,14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo de un hombre poseso; en cuanto el
demonio sale, el hombre recupera el habla, pues la había perdido a causa de la
posesión. Algunos de entre los que observan la escena comentan y critican con
malicia el exorcismo realizado por Jesús: “Este expulsa a los demonios por el
poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”. En tanto “otros”, dice el
Evangelio, “para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo”.
No puede ser más grande la malicia, la obcecación en el mal y la necedad de estos tales, pues exigen a Jesús que haga aquello mismo que está haciendo, porque
a pesar de que Jesús expulsa al demonio con el poder de Dios, lo culpan de
hacerlo con el poder del demonio, es decir, lo acusan de ser un mago, un hechicero,
un aliado del Demonio; por otro lado, le piden “un signo del cielo”, cuando lo
están viendo con sus propios ojos, con lo cual quiere decir que,
maliciosamente, piden un signo similar al que ven, para volver a negarlo, tal
como están negando el exorcismo que contemplan con sus propios ojos. La necedad
y la voluntaria obstinación en el mal de los que asisten a la escena -pecado idéntico al de los fariseos-, que los lleva a no
querer reconocer que Jesús es Dios y que expulsa a los demonios con el poder de
Dios –y que esto es un signo del cielo-, lleva a Jesús a advertirles: “Si yo
expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el
Reino de Dios ha llegado a ustedes”. Como si dijera: “No expulso los demonios
con el poder del Demonio, sino con el poder de Dios y esto mismo es un signo
del cielo, el signo que ustedes mismos, obcecadamente, se niegan a reconocer”. La muchedumbre -y también los
fariseos- no niegan la realidad de la posesión demoníaca por parte de un ángel
caído; su error consiste en atribuir a Jesús estar Él mismo poseído, porque la
fuerza con la que lo expulsa, según ellos, proviene de Beelzebul, jefe de los
demonios. Esto, además de ser un alegato contra algunos cristianos que reducen
el cristianismo –y, en consecuencia, episodios como el del Evangelio- a un
psicologismo –el “espíritu mudo” no sería un ángel caído, como lo es en la
realidad, sino “callar las cosas y no hablar en su momento” (sic) y cosas por
el estilo-, pone de manifiesto la ceguera voluntaria de quienes no quieren
creer –lo cual demuestra malicia extrema porque, frente a un milagro realizado
con el poder de Dios no solo niegan su origen divino, sino que lo atribuyen a
Satanás-, pero sobre todo, el objetivo de la actividad del Mesías, el
Hombre-Dios Jesucristo, que ha venido para “destruir las obras del Demonio”
(cfr. 1 Jn 3, 8). Por otra parte,
evidencia que la lucha del cristiano no es contra su prójimo –aun cuando este
prójimo suyo sea su enemigo, por algún motivo circunstancial- sino, como dice
un Padre de la Iglesia citando la Escritura, contra “los espíritus malos que
están en el aire (cfr. Ef 6,12) que
levantan las guerras contra la Iglesia del Señor, el nuevo Israel”[1]. Pero además hay otro elemento que también debe ser considerado: los milagros de Jesús –en este
caso, la expulsión de un demonio- son realizados para llamarnos a la
conversión, que es lo que Jesús dice indirectamente: “Si expulso los demonios
con el poder de Dios, es porque ha llegado a ustedes del Reino de Dios;
entonces, conviértanse”. Más allá de la malicia de quienes no quieren ver el poder divino de Jesús, tanto la “destrucción
de las obras del Demonio” como la realización de prodigios, está dirigida a la
conversión del corazón del hombre, condición sine qua non y requisito indispensable para ingresar en el Reino de
los cielos.
“Si
yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el
Reino de Dios ha llegado a ustedes”. Si la expulsión de demonios es una señal
de que Jesús ha traído a nosotros el Reino de Dios, porque es un prodigio obrado con el poder divino –y, por lo tanto, es un llamado a la conversión para todo
aquel que desee ingresar en el Reino de los cielos- hay un prodigio mucho más
sorprendente y fascinante que la expulsión de un demonio, y es la conversión
del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo. Entonces, si un exorcismo es, en definitiva, un llamado a la
conversión, lo es mucho más el milagro de la Transubstanciación ocurrido en
cada Santa Misa. Por lo tanto, no debemos sorprendernos de la malicia de los
fariseos o de quienes piensan como ellos, si nosotros mismos, cristianos del siglo XXI, que asistimos al más
fascinante y grandioso milagro que jamás pueda ser realizado por la
omnipotencia y la sabiduría de la Trinidad, como lo es la Eucaristía, no buscamos
nuestra propia conversión y no somos capaces de asombrarnos, agradecer y adorar
por este signo evidente del Reino de Dios entre nosotros.
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