jueves, 3 de marzo de 2016

“Si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes”


“Si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11,14-23). Jesús expulsa a un demonio mudo de un hombre poseso; en cuanto el demonio sale, el hombre recupera el habla, pues la había perdido a causa de la posesión. Algunos de entre los que observan la escena comentan y critican con malicia el exorcismo realizado por Jesús: “Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”. En tanto “otros”, dice el Evangelio, “para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo”. No puede ser más grande la malicia, la obcecación en el mal y la necedad de estos tales, pues exigen a Jesús que haga aquello mismo que está haciendo, porque a pesar de que Jesús expulsa al demonio con el poder de Dios, lo culpan de hacerlo con el poder del demonio, es decir, lo acusan de ser un mago, un hechicero, un aliado del Demonio; por otro lado, le piden “un signo del cielo”, cuando lo están viendo con sus propios ojos, con lo cual quiere decir que, maliciosamente, piden un signo similar al que ven, para volver a negarlo, tal como están negando el exorcismo que contemplan con sus propios ojos. La necedad y la voluntaria obstinación en el mal de los que asisten a la escena -pecado idéntico al de los fariseos-, que los lleva a no querer reconocer que Jesús es Dios y que expulsa a los demonios con el poder de Dios –y que esto es un signo del cielo-, lleva a Jesús a advertirles: “Si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes”. Como si dijera: “No expulso los demonios con el poder del Demonio, sino con el poder de Dios y esto mismo es un signo del cielo, el signo que ustedes mismos, obcecadamente, se niegan a reconocer”. La muchedumbre -y también los fariseos- no niegan la realidad de la posesión demoníaca por parte de un ángel caído; su error consiste en atribuir a Jesús estar Él mismo poseído, porque la fuerza con la que lo expulsa, según ellos, proviene de Beelzebul, jefe de los demonios. Esto, además de ser un alegato contra algunos cristianos que reducen el cristianismo –y, en consecuencia, episodios como el del Evangelio- a un psicologismo –el “espíritu mudo” no sería un ángel caído, como lo es en la realidad, sino “callar las cosas y no hablar en su momento” (sic) y cosas por el estilo-, pone de manifiesto la ceguera voluntaria de quienes no quieren creer –lo cual demuestra malicia extrema porque, frente a un milagro realizado con el poder de Dios no solo niegan su origen divino, sino que lo atribuyen a Satanás-, pero sobre todo, el objetivo de la actividad del Mesías, el Hombre-Dios Jesucristo, que ha venido para “destruir las obras del Demonio” (cfr. 1 Jn 3, 8). Por otra parte, evidencia que la lucha del cristiano no es contra su prójimo –aun cuando este prójimo suyo sea su enemigo, por algún motivo circunstancial- sino, como dice un Padre de la Iglesia citando la Escritura, contra “los espíritus malos que están en el aire (cfr. Ef 6,12) que levantan las guerras contra la Iglesia del Señor, el nuevo Israel”[1]. Pero además hay otro elemento que también debe ser considerado: los milagros de Jesús –en este caso, la expulsión de un demonio- son realizados para llamarnos a la conversión, que es lo que Jesús dice indirectamente: “Si expulso los demonios con el poder de Dios, es porque ha llegado a ustedes del Reino de Dios; entonces, conviértanse”. Más allá de la malicia de quienes no quieren ver el poder divino de Jesús, tanto la “destrucción de las obras del Demonio” como la realización de prodigios, está dirigida a la conversión del corazón del hombre, condición sine qua non y requisito indispensable para ingresar en el Reino de los cielos.
“Si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes”. Si la expulsión de demonios es una señal de que Jesús ha traído a nosotros el Reino de Dios, porque es un prodigio obrado con el poder divino –y, por lo tanto, es un llamado a la conversión para todo aquel que desee ingresar en el Reino de los cielos- hay un prodigio mucho más sorprendente y fascinante que la expulsión de un demonio, y es la conversión del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Entonces, si un exorcismo es, en definitiva, un llamado a la conversión, lo es mucho más el milagro de la Transubstanciación ocurrido en cada Santa Misa. Por lo tanto, no debemos sorprendernos de la malicia de los fariseos o de quienes piensan como ellos, si nosotros mismos, cristianos del siglo XXI, que asistimos al más fascinante y grandioso milagro que jamás pueda ser realizado por la omnipotencia y la sabiduría de la Trinidad, como lo es la Eucaristía, no buscamos nuestra propia conversión y no somos capaces de asombrarnos, agradecer y adorar por este signo evidente del Reino de Dios entre nosotros.





[1] Orígenes (c. 185-253), presbítero y teólogo, Homilías sobre Josué 15, 1-4; SC 71 pp. 331-345.

No hay comentarios:

Publicar un comentario