“No
he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17-19). Jesús, siendo Él el
Legislador divino, ha venido no para abrogar la ley mosaica, sino a
perfeccionarla[1],
según el sentido que Él mismo en cuanto Dios ha dispuesto al promulgarla. Esto quiere
decir que no es que el orden moral del Antiguo Testamento pasará o quedará
caduco, sino que surgirá a una nueva vida, vida que le será infundida con un
nuevo espíritu. Ahora bien, este “nuevo espíritu” será el Espíritu mismo de
Dios, infundido por Jesús en su Cuerpo Místico, en su nueva Iglesia, la Iglesia
Católica. La Iglesia de Jesús se diferencia del orden de la Antigua Alianza por
la perfección de su espíritu interior, aunque no por eso dejará de lado las
obras externas: por el contrario, será tan exigente en su cumplimiento, que el
discípulo descuidado será menos estimado que su hermano más cuidadoso: “El que
se salte uno solo de los preceptos menos importantes (…) será el menos
importante en el Reino de los cielos”.
“No
he venido a abolir la Ley y los profetas, sino a dar cumplimiento”. Cuando
Jesús afirma que Él ha venido a “dar cumplimiento” significa que, hasta Él,
sólo se daba una observancia meramente extrínseca de la ley: bastaba con un
cumplimiento meramente exterior, apegado a la letra, pero sin espíritu -y,
sobre todo, sin el Espíritu de Dios-. Hasta Jesús, se cumplía la Ley, pero sólo
de un modo literal, extrínseco, ritualista; un cumplimiento meramente material
que vaciaba a la religión de su esencia espiritual, la caridad y la justicia. En
otras palabras, bastaba una observancia exacta y extrínseca de la ley, sin que
importara la ausencia de misericordia, para ser “justos”. Jesús viene a cambiar
este orden de cosas y la forma de hacerlo es por el don de aquello que
permitirá cumplir la Palabra de Dios no sólo en la letra, sino en el espíritu:
dará a los hombres el Espíritu Santo, el Amor Divino, quien informará desde lo
más profundo del alma los actos del hombre concediéndoles una perfección
interior y exterior que antes no poseían, por el hecho mismo de que la ley
antigua sólo podía controlar con efectividad los actos externos[2]. Lo
que caracterizará al nuevo Reino de Cristo –del cual la Iglesia es su anticipo
en la tierra- será que la ley y los profetas –el Antiguo Testamento- hallarán
su término y su sentido más profundo por el Espíritu de Dios que infundirá
Jesús. Será este Espíritu, el Espíritu de Dios quien, obrando desde la raíz del
ser del hombre, le conceda la gracia de alcanzar la sublime perfección de la
santidad divina, la cual asemejará al hombre al mismo Dios, objetivo último de la
Nueva Ley de Cristo: “Sed perfectos, como vuestro Padre del cielo es perfecto”
(Mt 5, 48).
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