“El
que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió” (Jn 5, 17-30). Jesús revela su condición divina, la de ser Hijo de
Dios, que procede eternamente del Padre y que por lo tanto merece, como Hijo,
ser honrado igual que el Padre: “que todos honren al Hijo como honran al Padre”.
Esta identidad divina de Jesús como Hijo de Dios se reafirma cuando manifiesta
que posee la misma potestad divina del Padre: “lo que hace el Padre, lo hace
igualmente el Hijo”. Es decir, Jesús se auto-revela como Dios Hijo, que posee
la misma majestad del Padre -“que todos honren al Hijo como honran al Padre”- y
con igual poder: “lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”.
Que
Jesús afirme ser Dios Hijo, de igual poder y majestad que Dios Padre, es algo
que no pasa inadvertido para los judíos, puesto que es así como lo entienden, aunque
misteriosamente, en vez de alegrarse por esta revelación, esto constituye un
motivo “para matarlo”: “(…) para los judíos esta era una razón más para
matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios,
llamándolo su propio Padre”. Y puesto que es Dios igual al Padre también, al
igual que el Padre, tiene el poder de dar la vida –eterna- a quien quiera el
Hijo darla: “Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo
modo el Hijo da vida al que Él quiere”. El Padre y el Hijo están unidos por el
Amor y es el Amor el que lleva al Padre a obrar por el Hijo –le muestra sus
obras-, para que nosotros, los hombres, quedemos “maravillados”: “Porque el
Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más
grandes aún, para que ustedes queden maravillados”. ¿Y cuál es la “obra más
grande” -entre todas las obras grandes de Dios- que el Padre realiza por el Hijo, para que nosotros quedemos “maravillados”?
Es la Eucaristía, Presencia real, en Persona, con su Cuerpo resucitado y su
Persona divina de Hijo de Dios, en medio nuestro, en la Santa Misa, en el
sagrario, en la adoración eucarística.
“El
que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió”. Porque la “maravilla”
que nos asombra es la Eucaristía –el cumplimiento del “Emmanuel”, el Dios con nosotros-,
también podríamos decir: “El que no adora al Hijo en la Eucaristía, no adora al
Padre que, por el Espíritu Santo, lo envió sobre el altar eucarístico”. ¿De qué
manera podemos adorar al Hijo, para así adorar al Padre, con el Amor del
Espíritu Santo? Uniéndonos a la adoración de la Maestra de los Adoradores
Eucarísticos, Nuestra Señora de la Eucaristía, consagrándonos a su Inmaculado
Corazón. Así, honraremos, adoraremos y amaremos al Hijo de Dios, enviado por el
Padre a la cruz y a la Eucaristía, por medio del Corazón de María, lleno de
Amor de Dios, el Espíritu Santo.
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