miércoles, 9 de marzo de 2016

“El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió”


“El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió” (Jn 5, 17-30). Jesús revela su condición divina, la de ser Hijo de Dios, que procede eternamente del Padre y que por lo tanto merece, como Hijo, ser honrado igual que el Padre: “que todos honren al Hijo como honran al Padre”. Esta identidad divina de Jesús como Hijo de Dios se reafirma cuando manifiesta que posee la misma potestad divina del Padre: “lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”. Es decir, Jesús se auto-revela como Dios Hijo, que posee la misma majestad del Padre -“que todos honren al Hijo como honran al Padre”- y con igual poder: “lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo”.
Que Jesús afirme ser Dios Hijo, de igual poder y majestad que Dios Padre, es algo que no pasa inadvertido para los judíos, puesto que es así como lo entienden, aunque misteriosamente, en vez de alegrarse por esta revelación, esto constituye un motivo “para matarlo”: “(…) para los judíos esta era una razón más para matarlo, porque no sólo violaba el sábado, sino que se hacía igual a Dios, llamándolo su propio Padre”. Y puesto que es Dios igual al Padre también, al igual que el Padre, tiene el poder de dar la vida –eterna- a quien quiera el Hijo darla: “Así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida al que Él quiere”. El Padre y el Hijo están unidos por el Amor y es el Amor el que lleva al Padre a obrar por el Hijo –le muestra sus obras-, para que nosotros, los hombres, quedemos “maravillados”: “Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace. Y le mostrará obras más grandes aún, para que ustedes queden maravillados”. ¿Y cuál es la “obra más grande” -entre todas las obras grandes de Dios- que el Padre realiza por el Hijo, para que nosotros quedemos “maravillados”? Es la Eucaristía, Presencia real, en Persona, con su Cuerpo resucitado y su Persona divina de Hijo de Dios, en medio nuestro, en la Santa Misa, en el sagrario, en la adoración eucarística.

“El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió”. Porque la “maravilla” que nos asombra es la Eucaristía –el cumplimiento del “Emmanuel”, el Dios con nosotros-, también podríamos decir: “El que no adora al Hijo en la Eucaristía, no adora al Padre que, por el Espíritu Santo, lo envió sobre el altar eucarístico”. ¿De qué manera podemos adorar al Hijo, para así adorar al Padre, con el Amor del Espíritu Santo? Uniéndonos a la adoración de la Maestra de los Adoradores Eucarísticos, Nuestra Señora de la Eucaristía, consagrándonos a su Inmaculado Corazón. Así, honraremos, adoraremos y amaremos al Hijo de Dios, enviado por el Padre a la cruz y a la Eucaristía, por medio del Corazón de María, lleno de Amor de Dios, el Espíritu Santo.

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