“Vengan
a mí, todos los que están fatigados y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11,28-30). Nuestro tiempo se
caracteriza por un fuerte y marcado materialismo existencialista, que ha
desplazado a Dios por completo no solo de las leyes y del gobierno de las
naciones, sino de la vida cotidiana de miles de millones de seres humanos. Esto
no hace más que agravar la angustia existencial que el hombre posee por el solo
hecho de nacer en este mundo, agobiado por el peso del pecado original. Puesto
que Dios es la Fuente de la felicidad del hombre, al haber sido creado el
hombre para ser feliz en la unión en el Amor con Dios Trino, al no tener a Dios
por culpa del pecado original, por un lado, y al desplazar a Dios y a su
Mesías, Jesucristo, de manera intencional, por otro lado, el hombre se ve envuelto
en la más oscura tiniebla espiritual, que inunda su existencia de angustia, de
dolor, de sufrimiento, sin encontrar sentido ni a la vida ni a la muerte ni a
su paso por esta vida terrena.
Entonces,
en nuestros días, el agobio del hombre se produce por dos caminos: por causa del
pecado original, porque por éste se encuentra sin la Fuente de su felicidad que
es Dios y, por otro lado, porque el hombre mismo, llevado por su propia ceguera
espiritual, se aleja de Dios y de su Ley. De esta manera, la angustia
existencial se multiplica y el hombre se agobia espiritualmente, sin ser capaz
de encontrar, por sí mismo, una salida a esta situación.
Es
aquí cuando interviene el Hombre-Dios Jesucristo quien, desde la Eucaristía,
promete alivio a todo aquel que se encuentre “afligido y agobiado”, porque Él
se encargará de quitar lo que ensombrece la vida del hombre, que es el pecado y
al mismo tiempo le dará aquello que ilumina la vida del hombre en la tierra,
que es el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.
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