“Nunca
se ha visto en Israel una cosa igual” (Mt
9, 32-28). Jesús realiza un exorcismo, expulsando un demonio mudo –al respecto,
hay que destacar que existen demonios mudos, como el del Evangelio, los cuales
se caracterizan por poseer el cuerpo del ser humano, pero no se manifiestan por
medio del habla, mientras que hay otros demonios “hablantes”, por así decirlo, que
se manifiestan mediante las cuerdas vocales del poseso-. Esta acción de Jesús,
la de expulsar al demonio con el solo poder de su voz, nos muestra su
divinidad, porque el demonio, que es un ángel caído, creado por Dios y caído
por su propia voluntad, reconoce en la voz humana de Jesús de Nazareth la
omnipotente voz del Dios que lo creó y que luego lo envió, junto a todos los
ángeles apóstatas, del Cielo a lo más profundo del Infierno.
Además
del poder exorcista de Jesús, hay otros dos elementos a destacar: por un lado,
la sorpresa y admiración de los contemporáneos de Jesús, quienes se dan cuenta
de que en Jesús hay algo más que un simple hombre santo, o un profeta y aunque
no lleguen a expresarlo abiertamente, comienza a tomar forma la idea de que
Jesús es algo extraordinario, en el sentido de que supera absolutamente todo lo
conocido hasta el momento y es por eso que exclaman: “Nunca se ha visto en
Israel una cosa igual”.
El
otro elemento a destacar es la mala fe, originada en la envidia y en la incredulidad
voluntaria de escribas y fariseos, quienes en vez de reconocer en Jesucristo a
Dios Hijo encarnado, que con el poder de su voz expulsa a los demonios, lo
califican a Jesús mismo de endemoniado, o de brujo, que expulsa a los demonios
no con el poder de Dios, como es en la realidad, sino con el poder de Belcebú,
uno de los demonios más poderosos del Infierno: “Éste echa a los demonios con
el poder del jefe de los demonios”.
“Nunca
se ha visto en Israel una cosa igual”. La misma expresión de asombro de los
contemporáneos de Jesús, al comprobar el poder divino de su voz, que expulsa a
los demonios, debemos expresarla nosotros, en relación a la Iglesia, puesto que
la Iglesia demuestra un poder infinitamente más grande que el de expulsar un
demonio, cuando por la débil voz humana del sacerdote habla Jesús de Nazareth
en la consagración, produciendo el milagro de la transubstanciación, esto es,
la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
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