“Jesús
multiplicó panes y peces y los dio a sus discípulos” (Mt 15, 29-37). Jesús realiza el milagro de la multiplicación de
panes y peces, con los cuales alimenta a una multitud de más de cinco mil
hombres (tal vez diez mil, contando mujeres y niños). Previamente, había
realizado una gran cantidad de milagros de curación de todo tipo de dolencias,
motivo por el cual la multitud “glorificaba a Dios”. Ahora, sumada a la
curación de las dolencias físicas, multiplica panes y peces, dando de comer a
la multitud, satisfaciendo el hambre corporal.
Sin
embargo, estos gestos de la Divina Bondad, serán malinterpretados por la
multitud, quienes verán en Jesús a un taumaturgo, a un hacedor de milagros, que
ha venido para curar sus enfermedades y para calmar el hambre. De hecho, la
reacción de la multitud será luego el intentar proclamar rey a Jesús, pero un
rey intra-mundano, un rey terreno, un rey que debería estar abocado a hacer de
este mundo un “mundo feliz”, al suprimir las enfermedades y satisfacer la
necesidad vital y biológica básica, la de la alimentación.
Pero
Jesús no es un taumaturgo, ni un rey intra-mundano; Jesús es el Hombre-Dios,
que ha venido a este mundo no para simplemente curar las enfermedades del hombre,
ni para satisfacer el hambre corporal: Jesús ha venido para algo infinitamente
más grande, ha venido para donar su Vida en rescate por la humanidad; Jesús ha
venido para saciar el hambre, sí, pero el hambre de Dios que experimenta todo
ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios y para Dios, y es
por esto que la sed de felicidad que tiene el hombre sólo se satisface, única y
exclusivamente, en el conocimiento y amor de Dios Uno y Trino, y Jesús ha
venido para saciar este hambre y esta sed de Dios Trino; Jesús ha venido para
curar la enfermedad del hombre, sí, pero ante todo la enfermedad principal, el
pecado, que quita la vida del alma; Jesús ha venido para quitar el hambre de la
humanidad, sí, pero no con alimentos materiales, sino con un alimento de origen
celestial, que da al hombre la Vida eterna: el Pan Vivo bajado del cielo, su
Cuerpo resucitado en la Eucaristía; la Carne de Cordero, su Cuerpo lleno de la
gloria divina en la Hostia consagrada; el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su
Sangre derramada en el Santo Sacrificio de la Cruz y recogida en el cáliz del
sacerdote ministerial.
“Jesús
multiplicó panes y peces y los dio a sus discípulos”. Si consideramos
afortunados a los asistentes de la multiplicación de panes y peces, cuánto más
afortunados debemos considerarnos los cristianos, que recibimos de la Santa
Madre Iglesia no el alimento del cuerpo, sino el Alimento del alma, porque
somos alimentados no con pan hecho de harina y agua y con carne de pescado,
sino con el Pan Vivo bajado del cielo y con la Carne del Cordero, asada en el
Fuego del Espíritu Santo.
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