(Ciclo
B – 2021)
Jesús resucitó al tercer día, en la madrugada del día Domingo,
tal como Él lo había profetizado. Estaba muerto desde el Viernes Santo, con su
Cuerpo primero crucificado y luego tendido sobre la fría loza del sepulcro y
ahora está vivo, glorioso, resucitado. Eso es lo que nos enseña nuestra fe
católica.
Ahora bien, ¿cómo sucedió la Resurrección? ¿Cómo fue el
momento de la Resurrección? Para saberlo, hagamos una composición de lugar, tal
como nos enseña San Ignacio de Loyola. Trasladémonos, con la mente, el corazón
y la memoria al sepulcro, en el día Viernes por la tarde. Jesús, ya muerto, con
su Cuerpo frío y sin vida, es depositado en el Santo Sepulcro. Sus discípulos -entre
ellos Nicodemo, el dueño del sepulcro- terminan de acomodar el Cuerpo muerto de
Jesús, lo envuelven con el Santo Sudario, se retiran unos pasos, dejando lugar
a la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, para que tenga el honor de ser la
última en despedirlo. La Virgen se acerca, con su Inmaculado Corazón traspasado
por una espada de dolor, dolor en el que se concentra todo el dolor del mundo,
y sin decir palabra alguna, porque el llanto y el dolor le impiden hablar, con
sus manos en posición de orar, dirige una última mirada hacia el Cuerpo de su
Hijo, que yace sin vida en la loza sepulcral. Luego de unos minutos que parecen
una eternidad, los discípulos primero y la Virgen al último, se retiran, en
silencio, del sepulcro. Una vez salidos del sepulcro, los discípulos sellan la
entrada con una pesada piedra. Nosotros no salimos del sepulcro: después de
observar la escena, nos quedamos dentro del sepulcro; vemos cómo la piedra se
corre y cómo, al ocluir la entrada, desaparece la tenue luz del día, quedando
el sepulcro en la más completa obscuridad. Nos encontramos arrodillados, a poca
distancia de la loza donde yace el Cuerpo muerto de Jesús. Todo está en
completo silencio; ya no se escuchan ni el sollozar de la Virgen, ni el lamento
de las Santas Mujeres, ni el llorar de los discípulos: sólo reina un gran
silencio, en el que podemos escuchar solamente nuestra propia respiración. No hay
sonido alguno, pero tampoco hay luz, porque vimos cómo la piedra, al cerrar la
entrada, impedía el paso de cualquier atisbo de luz, por lo que tampoco hay
luz. Todo está en completa oscuridad. Silencio y oscuridad reinan en el Santo Sepulcro
y así ocurre en lo que resta del primer día, el Viernes Santo; a lo largo del
segundo día, el Sábado Santo y en las primeras horas del tercer día, el Domingo
de Resurrección. Precisamente, es en este día, el tercer día desde la muerte de
Jesús y en las primeras horas de la mañana, en que se produce el milagro de la
Resurrección. Seguimos de rodillas ante el Cuerpo de Jesús y, por la oscuridad
reinante, apenas podemos entrever, entre las tinieblas que cubren el sepulcro,
la silueta del Cuerpo muerto de Jesús, porque nuestros ojos, después de tres
días, se han acostumbrado a la oscuridad. Pero en la madrugada del tercer día,
sucede algo inesperado: a la altura del Corazón de Jesús, se ve un diminuto
punto de luz brillantísima, que aparece de improviso; esta luz no viene de afuera;
no es una luz natural de ninguna clase; no es una luz conocida por el hombre:
es una luz celestial, divina, sobrenatural, que surge a la altura del Corazón
de Jesús, pero en realidad proviene de su Ser divino trinitario. La luz, que
comenzó siendo un pequeñísimo punto luminoso, apenas visible, comienza a
expandirse, a toda velocidad, en todos los sentidos, hacia arriba y hacia abajo
del Cuerpo de Jesús, hasta abarcar a todo su Cuerpo, su Cabeza, sus manos, sus
pies. Y a medida que esta luz, que es velocísima, invade el Cuerpo muerto de Jesús,
al mismo tiempo que lo ilumina, le da vida, por eso es que, apenas es visible
la luz a la altura del Corazón, el Corazón de Jesús, que había dejado de latir
a causa de la muerte en cruz, ahora comienza a latir y con tal fuerza, que sus
latidos se escuchan, retumbantes, en todo el sepulcro. Si antes había solo
silencio en el sepulcro, ahora se escuchan los latidos del Corazón de Jesús, que
retumban, poderosos, en las paredes del sepulcro; se escuchan también los
cantos de alegría de los ángeles de Dios, que ahora son visibles y que han
bajado en número incontable al sepulcro, cantando alabanzas y hosannas al Hijo
de Dios resucitado; si antes en el sepulcro reinaba la oscuridad, ahora
resplandece con el fulgor de miles de millones de soles juntos, porque la luz
que emana el Cuerpo de Cristo es la luz de la gloria de Dios; el Cuerpo de Jesús,
que durante tres días estuvo sin vida, frío, como un cadáver, tendido en la
loza sepulcral, ahora está pleno de vida divina, resplandeciente como miles de
millones de soles juntos, de pie sobre el altar. Jesús ha vencido a la muerte,
al Demonio y al pecado y ha resucitado: está vivo, glorioso, resplandeciente con
la gloria divina. Nosotros, que hemos contemplado la resurrección del Señor,
nos postramos, con el rostro en tierra, ante Cristo, glorioso y resucitado. Así
fue cómo sucedió la Resurrección y esa es la Buena Noticia que debemos dar al
mundo. Pero hay algo más: no solo debemos anunciar que Jesús ha resucitado, venciendo
a la muerte, al demonio y al pecado, sino que debemos anunciar que ese mismo
Jesús resucitado, ese mismo Jesús glorioso, es el mismo Jesús que está,
glorioso y resucitado, en la Eucaristía. No podemos contentarnos con anunciar solamente
que Cristo ha resucitado: debemos anunciar al mundo que Cristo ha resucitado y
que está, vivo y glorioso, con su Cuerpo resucitado y su Divinidad gloriosa, en
la Sagrada Eucaristía; debemos anunciar que su Cuerpo ya no está más muerto y
tendido en el sepulcro, sino que está de pie, vivo, glorioso y resucitado, en
el sagrario, en la Eucaristía y así como llenó de luz y de gloria divina al
oscuro sepulcro, así quiere iluminar nuestros corazones, con su luz y su gloria
divina, ingresando a ellos por medio de la Sagrada Eucaristía.
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