domingo, 28 de marzo de 2021

Domingo de Resurrección

 



(Ciclo B – 2021)

          Jesús resucitó al tercer día, en la madrugada del día Domingo, tal como Él lo había profetizado. Estaba muerto desde el Viernes Santo, con su Cuerpo primero crucificado y luego tendido sobre la fría loza del sepulcro y ahora está vivo, glorioso, resucitado. Eso es lo que nos enseña nuestra fe católica.

          Ahora bien, ¿cómo sucedió la Resurrección? ¿Cómo fue el momento de la Resurrección? Para saberlo, hagamos una composición de lugar, tal como nos enseña San Ignacio de Loyola. Trasladémonos, con la mente, el corazón y la memoria al sepulcro, en el día Viernes por la tarde. Jesús, ya muerto, con su Cuerpo frío y sin vida, es depositado en el Santo Sepulcro. Sus discípulos -entre ellos Nicodemo, el dueño del sepulcro- terminan de acomodar el Cuerpo muerto de Jesús, lo envuelven con el Santo Sudario, se retiran unos pasos, dejando lugar a la Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, para que tenga el honor de ser la última en despedirlo. La Virgen se acerca, con su Inmaculado Corazón traspasado por una espada de dolor, dolor en el que se concentra todo el dolor del mundo, y sin decir palabra alguna, porque el llanto y el dolor le impiden hablar, con sus manos en posición de orar, dirige una última mirada hacia el Cuerpo de su Hijo, que yace sin vida en la loza sepulcral. Luego de unos minutos que parecen una eternidad, los discípulos primero y la Virgen al último, se retiran, en silencio, del sepulcro. Una vez salidos del sepulcro, los discípulos sellan la entrada con una pesada piedra. Nosotros no salimos del sepulcro: después de observar la escena, nos quedamos dentro del sepulcro; vemos cómo la piedra se corre y cómo, al ocluir la entrada, desaparece la tenue luz del día, quedando el sepulcro en la más completa obscuridad. Nos encontramos arrodillados, a poca distancia de la loza donde yace el Cuerpo muerto de Jesús. Todo está en completo silencio; ya no se escuchan ni el sollozar de la Virgen, ni el lamento de las Santas Mujeres, ni el llorar de los discípulos: sólo reina un gran silencio, en el que podemos escuchar solamente nuestra propia respiración. No hay sonido alguno, pero tampoco hay luz, porque vimos cómo la piedra, al cerrar la entrada, impedía el paso de cualquier atisbo de luz, por lo que tampoco hay luz. Todo está en completa oscuridad. Silencio y oscuridad reinan en el Santo Sepulcro y así ocurre en lo que resta del primer día, el Viernes Santo; a lo largo del segundo día, el Sábado Santo y en las primeras horas del tercer día, el Domingo de Resurrección. Precisamente, es en este día, el tercer día desde la muerte de Jesús y en las primeras horas de la mañana, en que se produce el milagro de la Resurrección. Seguimos de rodillas ante el Cuerpo de Jesús y, por la oscuridad reinante, apenas podemos entrever, entre las tinieblas que cubren el sepulcro, la silueta del Cuerpo muerto de Jesús, porque nuestros ojos, después de tres días, se han acostumbrado a la oscuridad. Pero en la madrugada del tercer día, sucede algo inesperado: a la altura del Corazón de Jesús, se ve un diminuto punto de luz brillantísima, que aparece de improviso; esta luz no viene de afuera; no es una luz natural de ninguna clase; no es una luz conocida por el hombre: es una luz celestial, divina, sobrenatural, que surge a la altura del Corazón de Jesús, pero en realidad proviene de su Ser divino trinitario. La luz, que comenzó siendo un pequeñísimo punto luminoso, apenas visible, comienza a expandirse, a toda velocidad, en todos los sentidos, hacia arriba y hacia abajo del Cuerpo de Jesús, hasta abarcar a todo su Cuerpo, su Cabeza, sus manos, sus pies. Y a medida que esta luz, que es velocísima, invade el Cuerpo muerto de Jesús, al mismo tiempo que lo ilumina, le da vida, por eso es que, apenas es visible la luz a la altura del Corazón, el Corazón de Jesús, que había dejado de latir a causa de la muerte en cruz, ahora comienza a latir y con tal fuerza, que sus latidos se escuchan, retumbantes, en todo el sepulcro. Si antes había solo silencio en el sepulcro, ahora se escuchan los latidos del Corazón de Jesús, que retumban, poderosos, en las paredes del sepulcro; se escuchan también los cantos de alegría de los ángeles de Dios, que ahora son visibles y que han bajado en número incontable al sepulcro, cantando alabanzas y hosannas al Hijo de Dios resucitado; si antes en el sepulcro reinaba la oscuridad, ahora resplandece con el fulgor de miles de millones de soles juntos, porque la luz que emana el Cuerpo de Cristo es la luz de la gloria de Dios; el Cuerpo de Jesús, que durante tres días estuvo sin vida, frío, como un cadáver, tendido en la loza sepulcral, ahora está pleno de vida divina, resplandeciente como miles de millones de soles juntos, de pie sobre el altar. Jesús ha vencido a la muerte, al Demonio y al pecado y ha resucitado: está vivo, glorioso, resplandeciente con la gloria divina. Nosotros, que hemos contemplado la resurrección del Señor, nos postramos, con el rostro en tierra, ante Cristo, glorioso y resucitado. Así fue cómo sucedió la Resurrección y esa es la Buena Noticia que debemos dar al mundo. Pero hay algo más: no solo debemos anunciar que Jesús ha resucitado, venciendo a la muerte, al demonio y al pecado, sino que debemos anunciar que ese mismo Jesús resucitado, ese mismo Jesús glorioso, es el mismo Jesús que está, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. No podemos contentarnos con anunciar solamente que Cristo ha resucitado: debemos anunciar al mundo que Cristo ha resucitado y que está, vivo y glorioso, con su Cuerpo resucitado y su Divinidad gloriosa, en la Sagrada Eucaristía; debemos anunciar que su Cuerpo ya no está más muerto y tendido en el sepulcro, sino que está de pie, vivo, glorioso y resucitado, en el sagrario, en la Eucaristía y así como llenó de luz y de gloria divina al oscuro sepulcro, así quiere iluminar nuestros corazones, con su luz y su gloria divina, ingresando a ellos por medio de la Sagrada Eucaristía.

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