domingo, 28 de marzo de 2021

Jueves Santo

 



(Ciclo B – 2021)

         En la Última Cena, antes de sufrir su Pasión y Muerte en Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo instituye el Sacramento del Orden y el Sacramento de la Eucaristía, por medio de los cuales la Iglesia habría de perpetuar, hasta el fin de los tiempos, el Santo Sacrificio de la Cruz. La razón y el sentido de la institución de estos dos sacramentos se encuentran en el prefacio de la Misa Crismal, que dice así: “Él –Jesucristo- elige a algunos para hacerlos partícipes de su ministerio santo –Él es el Sumo y Eterno Sacerdote y como está a punto de pasar de este mundo a la vida eterna, ordena sacerdotes ministeriales a los discípulos para que continúen con su obra redentora-; para que renueven el sacrificio de la redención –es decir, para que perpetúen, a lo largo de los siglos y en todo tiempo lugar, el Santo Sacrificio de la Cruz, mediante la Santa Misa, por la cual se prolonga y se actualiza el Santo Sacrificio del Calvario-, alimenten a tu pueblo con tu Palabra –la Palabra de Dios escrita, la Sagrada Escritura, explicada en el Magisterio y en la Tradición y también lo alimenten con la Palabra encarnada, el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía- y lo reconforten con tus sacramentos –los sacerdotes ministeriales son los que confeccionan los sacramentos, por los cuales llega a los hombres la gracia santificante que hace partícipes de la vida divina trinitaria; sin sacramentos, no habría presencia sacramental de Dios en la tierra, de ahí la importancia del sacerdocio ministerial, que hace presente, en todo tiempo y lugar, al Hombre-Dios Jesucristo con su gracia y su misterio pascual de Muerte y Resurrección-.

Además de instituir los Sacramentos del Orden y de la Eucaristía, en el Jueves Santo Jesús nos da el mandamiento del amor: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Antes, el amor se fundamentaba en la recompensa esperada a cambio, o en el cumplimiento de una norma impuesta y se trataba de un amor meramente humano, un amor que, a causa de su misma naturaleza es limitado y, por el pecado original, está contaminado por este; a partir de Cristo, el Amor con el que se deben amar los discípulos en la Iglesia es el Amor de Cristo Dios, que es el mismo Amor del Padre, el Espíritu Santo, el Divino Amor. Ése es el Amor que debe reinar en los corazones de los cristianos, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Ahora bien, este Amor Divino es el que lleva a Jesucristo a subir a la Cruz y a dar la vida por nuestra eterna salvación y es de este modo con el que debemos amar a nuestros prójimos, incluidos los enemigos, el amor hasta la muerte de Cruz, porque así lo dice Cristo: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” y Él nos ha amado hasta el extremo de dar la vida en la Cruz por nuestra salvación. Si nosotros no amamos hasta la Cruz a nuestro prójimo, incluido el que es nuestro enemigo, no podemos decir que somos cristianos. Cristo da la vida en la Cruz por nosotros y esta es la medida de nuestro amor hacia el prójimo, el dar la vida por nuestro prójimo, hasta la muerte de Cruz, tal como lo hizo Jesucristo por todos y cada uno de nosotros. Ahora bien, nosotros no poseemos esta capacidad para amar así, porque este amor no depende de nuestros esfuerzos, ni es algo que se encuentre en nosotros, desde el momento en que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo; pero Cristo viene en nuestro auxilio y nos da este mismo Amor, el Espíritu Santo, por medio de su Sagrado Corazón Eucarístico: cada vez que comulgamos, Jesús infunde en nosotros su Divino Amor, para que así seamos capaces de cumplir su mandamiento de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, con el Amor del Espíritu Santo y hasta la muerte de Cruz. De aquí la importancia trascendental de la unión del alma en gracia con el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús: quien comulga en gracia –no en pecado- recibe el Santo Espíritu de Dios; quien no comulga en gracia, no lo recibe y por lo tanto no puede cumplir el mandamiento nuevo del amor de Cristo.

Por último, en la Última Cena, Jesús realiza el lavatorio de los pies, lavando los pies a los Apóstoles, realizando una acción que la hacían los sirvientes: Él lo hace y nos recomienda que lo hagamos nosotros, los unos con los otros (cf. Jn 13,14). Es una lección de infinita humildad, pero también algo más que eso: es como un anticipo de la infinita humillación que habría de sufrir en la Pasión por nuestra salvación. La humildad es la virtud que no solo se contrapone radicalmente a la soberbia del Demonio en los cielos, sino que es la que más asemeja al alma –junto a la caridad- al Corazón de Jesús y es por eso que Él la pide expresamente que la practiquemos: “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. No se trata de simple práctica de virtudes: así como el soberbio imita y participa de la soberbia del Ángel caído, así el alma humilde imita y participa de la humildad del Sagrado Corazón y del Inmaculado Corazón de María.

         Al recibir la Sagrada Eucaristía, nos humillemos ante Jesús Sacramentado y postrados espiritualmente, le abramos nuestros corazones, para que Él sople sobre ellos su Espíritu de Amor, el Espíritu Santo.

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