(Ciclo
B – 2021)
“Deseo comer la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Jesús envía a sus discípulos a la casa de un
discípulo cuyo nombre no se dice, pero que evidentemente presenta dos
características: por un lado, es una persona de mucho poder adquisitivo, porque
tener una casa en Jerusalén, de dos plantas, en esa época, demostraba que quien
fuera dueño de esa casa, poseía un buen pasar económico; por otro lado,
demuestra que Jesús no solo conocía a esa persona, sino que confiaba plenamente
en ella, considerándola como un estrecho amigo, como alguien de cuya amistad
podía fiarse. En otras palabras, para celebrar la Pascua Nueva y Eterna, Jesús
no elige un lugar cualquiera, sino digno y con decoro; además, no elige a
cualquier persona para pedirle prestada la casa, sino a alguien a quien Él ama
con su Amor divino y lo considera su amigo entre los amigos. En efecto, Jesús
no iba a realizar la institución de dos de los más grandes sacramentos de la
Iglesia Católica –el sacerdocio ministerial y la Eucaristía- en una casa de
alguien desconocido o de alguien que no lo amase ni lo reconociese como al Salvador;
tampoco iba a instituir los Sacramentos del Sacerdocio y de la Eucaristía en un
lugar desprovisto de luz, de higiene, de seguridad. Todo esto lo tiene Jesús en
la casa de este discípulos suyo que habita en Jerusalén: es un lugar
privilegiado, en el corazón de la Ciudad Santa; es un lugar bien iluminado; es
un lugar dignamente preparado para celebrar la Pascua Nueva y definitiva del Nuevo
Testamento; es un lugar seguro, porque el amigo de Jesús, dueño de la casa, es
confidente y reservado; por último, y no lo menos importante, es un lugar en
donde reina el amor a Jesús, porque el dueño de casa es amigo de Jesús y el
amor de amistad, el amor puro de amistad, es uno de los más grandes y nobles
amores humanos, junto al amor materno o al amor fraterno.
“Deseo comer la Pascua en tu casa”. Jesús celebra la Pascua
Nueva y Eterna del Nuevo Testamento en la casa material de un discípulo que lo
ama y que es amigo de Él, del Hombre-Dios. Ahora bien, en este hecho real,
sucedido real y verdaderamente en la historia y el tiempo y lugar humanos, hay
una simbología sobrenatural que debemos descubrir. La simbología consiste en
considerar que la casa del amigo de Jesús, que se encuentra en el corazón de la
Ciudad Santa, es una figura de nuestro corazón, es decir, el corazón es la casa
del discípulo sin nombre del Evangelio: desconocido para los demás, pero
conocido por Dios, aunque esto sucede sólo cuando el alma está en gracia.
Cuando está en gracia nuestra alma, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, quiere
comer con nosotros la Pascua, la Pascua del Nuevo Testamento, la Carne del
Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna y el Pan Vivo bajado del cielo;
cuando nuestra alma está en gracia, el corazón se convierte en un luminoso y
celestial cenáculo, en el que ingresa el Sumo Sacerdote Jesucristo, no para
instituir un Sacramento, sino para donársenos como el Santísimo Sacramento del
altar, la Sagrada Eucaristía. Cuando nuestra alma está en gracia, Jesús no solo
tiene confianza en nosotros, ingresando en nuestra alma por la Sagrada
Comunión, sino que, más que eso, nos considera sus “amigos” personales –“Ya no
os llamo “siervos”, sino “amigos”- y como nos considera sus amigos, nos da lo
más preciado que Él tiene, su Sagrado Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas
del Divino Amor, el Espíritu Santo. Cuando el alma está en gracia, el hombre es
rico, pero no es rico con una riqueza material, sino que es rico por poseer
algo infinitamente más valioso que montañas de oro y plata: posee la gracia
santificante del Cordero de Dios, gracia cuyo más ínfimo grado vale más que
todo el universo visible e invisible. Por último, cuando el alma está en
gracia, en el corazón reina el amor a Cristo Dios y no desea otra cosa que
recibir a Cristo en la Eucaristía, tal y como sucedió en la casa del discípulo
desconocido de Jerusalén.
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