“Los
judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios” (Jn 5, 17-30). Cuando se lee este Evangelio y en particular esta
frase: “Los judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios”, no es
difícil darse cuenta de la ceguera espiritual que envolvía a los judíos en los tiempos de
Jesús: quieren darle muerte no porque Jesús haya cometido un delito, o una
blasfemia, o algo que mereciera tan grande castigo, como es el de quitarle la
vida, sino que le quieren quitar la vida porque Jesús revela una verdad: Él
dice que es Dios, que es Hijo de Dios y por lo tanto, es igual al Padre. En otras
palabras, Jesús revela, por un lado, que ese Dios Uno en el que creían los
judíos, es, además de Uno, Trino, porque en Él hay Tres Personas Divinas, el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y por otro lado, revela que Él es la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad: “Mi Padre trabaja y Yo siempre trabajo”. Los judíos quieren
dar muerte a Jesús –y finalmente lo conseguirán, mediante la traición y entrega
del traidor y apóstata Judas Iscariote- no porque Él haya cometido un grave
delito, sino porque dice la verdad: Él es Dios Hijo, igual en naturaleza,
substancia, poder y gloria a Dios Padre y a Dios Espíritu Santo. La actitud de
los judíos, de querer dar muerte a Jesús por decir la verdad, es incomprensible
y sólo puede vislumbrarse a la luz del “misterio de iniquidad” –el pecado
original- en el que está envuelta la humanidad desde Adán y Eva.
Ahora
bien, la Iglesia Católica, lejos de distanciarse de las palabras de Jesús, en
las que afirma que Él es el Hijo de Dios encarnado, ha profundizado en sus
palabras y las ha convertido en dogma de fe, de manera tal que si alguien no
cree en esta verdad, que Cristo es Dios, ése tal se aparta de la Iglesia
Católica y se coloca fuera de ella. En los Concilios de Nicea y Constantinopla
se afirma que Jesús es el Verbo de Dios, consubstancial al Padre y esta verdad
la afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, dedicándole toda una sección a
desarrollar esta revelación[1]. Esta
revelación, por otra parte, tiene una derivación explícitamente eucarística, porque
si Cristo es Dios, entonces la Eucaristía es Dios, porque la Eucaristía es
Cristo Dios encarnado, que continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía.
Y al revés, negar que Cristo es Dios, es negar que la Eucaristía sea Cristo
Dios.
“Los
judíos buscaban darle muerte porque se igualaba a Dios”. En nuestros oscuros y
tenebrosos días, en los que se proclaman como “derechos humanos” el asesinato
de niños por nacer y en los que se hace gala del ateísmo y del oscurantismo, es
la Iglesia Católica la destinataria de la persecución iniciada contra
Jesucristo. Por esta razón, debemos pedir la gracia de mantenernos fieles hasta
dar la vida terrena, si fuera necesario, por esta verdad revelada por el
Hombre-Dios: Cristo es Dios y la Eucaristía es Dios.
[1] Cfr. https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p1s2a3p1_sp.html
; Catecismo de la Iglesia Católica,
456ss.
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