“La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27-31). Desde el instante mismo en que es creado, el hombre desea la paz. El deseo de paz es algo inherente al ser humano, es algo que posee desde su creación, porque ha sido creado por un Dios que es la Paz Increada en sí misma. Sin embargo, sucede que el hombre no posee paz; no vive en paz, ni tampoco da paz a los demás, porque nadie puede dar de lo que no posee. La ausencia de paz se manifiesta en diversos niveles, desde el interior y personal, hasta el social y universal: el hombre no encuentra paz en sí mismo, no encuentra paz en la sociedad, no encuentra paz en el mundo. La razón de esta ausencia de paz es la caída en el pecado original, que apartó al hombre de la Fuente de la Paz, que es Dios. Ahora bien, a este hombre sin paz, que somos nosotros, viene alguien, que se llama Jesús de Nazareth, a concedernos la paz. Pero la paz que nos da Jesús no es la paz “del mundo”, no es la paz mundana, la paz que construyen los hombres artificialmente por medio de tratados políticos, religiosos y económicos. Esta paz artificial es solo eso, paz artificial, mera ausencia de conflictos y por eso mismo, no es paz auténtica ni tampoco duradera.
La paz que nos trae Jesús, por el contrario, es la verdadera paz, es la paz interior, espiritual, que acaece al alma cuando por la gracia santificante de Jesucristo le es quitado aquello que le quitaba la paz del alma, el pecado. La gracia, al quitar el pecado del alma, le quita la causa de la ausencia de paz, pero al mismo tiempo, une al alma con la Fuente Increada de la Paz, que es Dios Uno y Trino. Ésta es la razón por la cual Jesús nos dice que la paz que Él nos da es “su” paz, no la paz del mundo: “La paz les dejo, mi paz les doy, no como la da el mundo”. Pretender construir un mundo sin la paz de Jesucristo, es decir, sin Jesucristo, el Dador de paz, es una utopía propia de mentes infernales, además de ser algo imposible de alcanzar.
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