(Domingo
III - TP - Ciclo B – 2021)
“Les abrió el entendimiento para que comprendieran las
Escrituras” (Lc 24, 35-48). Una
característica común entre los discípulos es la incredulidad frente a las
apariciones de Jesús resucitado: sucede con María Magdalena, quien viéndolo en
persona lo confunde con el jardinero; sucede con los discípulos de Emaús, que
lo confunden con un extranjero; sucede con los Apóstoles, quienes, a pesar de
que también Jesús se les aparece en persona, con su Cuerpo glorioso y resucitado,
lo confunden con un fantasma; sucede también con los Apóstoles, en la aparición
de Jesús a orillas del Mar Tiberíades: en un primer momento “no saben quién es”
y solo lo reconocen luego de que Jesús obra el milagro de la segunda pesca
milagrosa. Es decir, Jesús resucitado, vivo y con su Cuerpo glorificado, es
confundido con un jardinero, con un forastero, con un fantasma y con un
desconocido y esto no por parte de quienes no lo conocían, sino precisamente
por parte de aquellos que más lo conocían, sus discípulos y sus Apóstoles. ¿A
qué se debe esta incredulidad?
Por un lado, podemos aducir razones psicológicas, emocionales o afectivas: estaban
tan impresionados por la durísima y dolorosísima Pasión del Viernes Santo y
estaban tan acongojados y tristes por el duelo del Sábado Santo, que la
tristeza, la angustia, el llanto y el dolor les impiden reconocer a Jesús. Podríamos
aducir entonces que el desconocimiento de Jesús es de origen psicológico y que
una vez recuperados del trauma que supone haber vivido la Pasión, los
discípulos habrían de reconocerlo. Sin embargo, esta no es, de modo absoluto,
la causa por la cual los discípulos se muestran incrédulos ante Jesús
resucitado. Ahora bien, antes de adentrarnos en un intento de explicación acerca de la incredulidad, podemos hacer la siguiente consideración: esta incredulidad puede llamarse también “racionalización de la fe”
y se da en una persona cuando esa persona cree en Jesús, pero con las solas
capacidades de su razón humana, dejando de lado todo lo que supere los límites
racionales, los límites estrechos de la razón humana. Por ejemplo, la fe es
racionalista cuando se niegan los milagros de Jesús, o cuando se niega que Él
sea Dios Hijo encarnado –es lo que les pasa a los judíos del tiempo de Jesús y también
a los de ahora-, o cuando se niega su resurrección, no necesariamente de modo
explícito pero sí implícito y se niega la resurrección de Jesús cuando el
cristiano vive y muere como si Jesús nunca hubiera existido o como si Jesús no
fuera Dios. La racionalización de la fe católica es mortalmente peligrosa para
el alma, porque oscurece al alma, privándola de la luz de la gracia, eliminando
todos los elementos sobrenaturales del misterio pascual de Jesucristo y
reduciendo la vida de Jesús y su Pasión, Muerte y Resurrección a simples
indicativos morales, sin considerarlos como lo que son, el misterio de la
eterna salvación de las almas. La racionalización de la fe hace que el alma
viva una fe falsa, una fe sin milagros, una fe sin la Presencia de Cristo Dios
y es doblemente peligrosa, porque al negar la divinidad de Cristo, se niega la
divinidad de la Eucaristía, porque la Eucaristía es Cristo Dios encarnado que prolonga
su Encarnación en la Eucaristía. Racionalizar la fe, reducirla a los límites
estrechos de lo que la razón humana puede comprender o considerar como racional
y lógico, es dejar de lado la verdadera fe católica, que lejos de ser
irracional, es supra-racional, es decir, es un misterio que proviene de Dios
Trino y que por eso supera infinitamente los límites de la razón humana o de la
inteligencia angélica. Los discípulos racionalizan la fe y por eso se muestran
incrédulos ante Jesús resucitado, pero la razón de esta racionalización e
incredulidad no tiene explicación que se origine en el hombre.
Hay una razón, por la que los discípulos no lo reconocen a
Jesús resucitado y no es de orden psicológico, emocional o afectivo: es la
falta de la luz de la gracia, luz que ilumina sus intelectos para que conozcan
a Cristo Dios como Él se conoce y que ilumina sus voluntades para que amen a
Cristo Dios como Él se ama a Sí mismo, desde la eternidad, con el Amor del
Espíritu Santo.
Esto es notorio en las diversas apariciones: hay un antes y
un después del encuentro con Jesús resucitado, primero la incredulidad y
después el reconocimiento. Por ejemplo, en María Magdalena, este paso de la
incredulidad al reconocimiento, se da cuando Jesús la llama por su nombre; en
el caso de los discípulos de Emaús, cuando Jesús parte el pan; en el caso de
los Apóstoles a la orilla del Mar de Tiberíades, cuando Jesús realiza el
milagro de la segunda pesca milagrosa; en el caso de este Evangelio, cuando
Jesús se hace presente en medio de ellos, cuando sopla sobre ellos el Espíritu
Santo y “les abre el entendimiento”. En todos estos casos, el cese de la incredulidad y el inicio del reconocimiento
de Jesús resucitado se da cuando Jesús sopla sobre ellos el Espíritu Santo,
quien les concede la iluminación del intelecto y de la voluntad, por medio de
la gracia, para que ellos conozcan y amen a Jesucristo tal como Dios Uno y
Trino lo conoce y lo ama.
“Les abrió el entendimiento para que comprendieran las
Escrituras”. Muchas veces nos sucede lo mismo que a los discípulos, pero a
nosotros en relación a Jesús Eucaristía: con relación a la Eucaristía, nos
sucede que racionalizamos la fe católica en la Eucaristía y terminamos viendo
al Santísimo Sacramento del altar no como lo que es, el Hijo de Dios que
prolonga su Encarnación en la Hostia consagrada, sino que vemos la Eucaristía
como si fuéramos protestantes, musulmanes o judíos: la vemos como a un pan bendecido
y nada más y la tratamos como si fuera un pan bendecido, como si fuéramos a
recibir un trozo de pan y no al Hijo de Dios oculto en apariencia de pan. Por eso
mismo, también nosotros necesitamos que Jesús sople su Espíritu Santo sobre
nosotros, para que “nos abra la inteligencia”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario