(Domingo
V - TP - Ciclo B – 2021)
“Éste es mi mandamiento nuevo: que se amen los unos a los
otros, como Yo los he amado” (Jn 15,
9-17). Moisés había dado a los israelitas las tablas de la Ley, en las que estaban
contenidos los Diez Mandamientos. Esos mismos mandamientos son los que los
hereda el cristianismo y la razón es que el Dios que los promulga por medio de
Moisés, es Jesucristo, el mismo Dios que ahora, encarnado, habita en medio de
los hombres, en la tierra, en el tiempo y en el espacio. Es decir, Dios había
dado sus mandamientos por medio de
Moisés al Pueblo Elegido y ahora, los da al Nuevo Pueblo Elegido, pero no por
medio de un profeta o un hombre santo, sino Él, personalmente: Dios promulga
sus mandamientos en persona, por medio de la naturaleza humana de Jesús de
Nazareth.
Ahora bien, en la Ley que Dios dio a través de Moisés,
figuran el amor a Dios y al prójimo, ya que el primer mandamiento dice: “Amarás
a Dios y al prójimo como a ti mismo”. Si esto es así, ¿por qué razón Jesús dice
que da un “mandamiento nuevo”? Es decir, si ya existía en la Ley de Moisés, que
el mismo Dios había promulgado, el amar a Dios y al prójimo, ¿por qué Jesús
dice que su mandamiento es “nuevo”? Alguien podría objetar la novedad del
mandamiento de Jesús, diciendo que incluso hasta su formulación es la misma: “Amar
a Dios y al prójimo como a uno mismo”. Volvemos entonces a preguntarnos: ¿hay
alguna “novedad” en el mandamiento de Jesús? Y si hay alguna novedad, ¿en qué
consiste?
Para responder las preguntas, hay que comenzar diciendo que
existen no una, sino varias razones por las cuales se puede decir que el
mandamiento de Jesús, aun cuando la formulación sea la misma o parecida, es
radicalmente nuevo, tan nuevo, que se puede decir que es substancialmente distinto
al mandamiento que ya conocían los hebreos y veamos las razones.
Por un lado, analicemos el concepto de “prójimo”: para los
hebreos, el “prójimo” era aquel que compartía la raza y la religión y si había
alguien que no era hebreo pero se convertía al judaísmo, entonces recién se
podía llamar a ese tal “prójimo”. Mientras tanto, para el que no era
considerado prójimo, porque no compartía ni la raza, ni la religión, se
aplicaba la ley del Talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Esto cambia
radicalmente con Jesús, porque a partir de Él, el prójimo al que hay que amar es
todo ser humano, independientemente de su raza, de su religión, de su nacionalidad,
de su condición social. Para el cristiano, todo ser humano, por el hecho de ser
ser humano, es decir, creatura de Dios, es un prójimo al que hay que amar y
aquí hay otra diferencia con el judaísmo: no solo se anula la ley del Talión,
sino que al primer prójimo al que hay que amar, es al enemigo: “Amen a sus
enemigos, bendigan a los que los maldicen”.
Otra diferencia es el amor con el que hay que cumplir el
mandamiento: antes de Jesús, se explicitaba que el amor con el que había que
amar a Dios y al prójimo era el amor humano –“Amarás a Dios y a tu prójimo con
todas tus fuerzas, con todo tu ser”-, con las limitaciones que esto implica,
porque el amor humano, por naturaleza, es limitado y además, está contaminado,
por así decirlo, por el pecado original: esto cambia con Jesús, porque el amor
con el que se debe amar a Dios y al prójimo es el Amor de Dios, el Espíritu
Santo, la Tercera Persona de la Trinidad. Es decir, ya no basta con amar con el
simple amor humano: ahora hay que amar a Dios y al prójimo con el mismo Amor
del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, el Amor Divino.
Otra diferencia, que no existía en los mandamientos del
Antiguo Testamento, es que el cristiano debe amar “como Cristo nos ha amado”: “como
Yo os he amado”, dice Jesús y es por eso que debemos preguntarnos: ¿cómo nos ha
amado Jesús? Porque según sea el amor con el que nos ha amado Jesús, así debe
ser el amor con el que amemos a Dios y al prójimo. La respuesta es que Jesús
nos ha amado doblemente: con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Espíritu
Santo, el Amor del Padre y del Hijo, y “hasta la muerte de cruz”. Estas dos
características del amor de Jesucristo hacen que su mandamiento sea
verdaderamente nuevo, al punto de ser un mandamiento radicalmente distinto al
mandamiento que tenían los hebreos, aun cuando su formulación sea, sino
idéntica, al menos parecida: nos amó con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, la
Tercera Persona de la Trinidad y nos amó hasta la muerte de cruz. Así es como
debemos amar a nuestro prójimo –incluido el enemigo-: hasta la muerte cruz y
con el Amor del Espíritu Santo.
Por último, surge una pregunta: si yo, como cristiano, estoy
dispuesto a cumplir el mandamiento nuevo de Jesús, me encuentro con una doble
dificultad: por un lado, no estoy crucificado, como lo está Jesús; por otro
lado, no tengo el Amor de Dios, el Espíritu Santo, en mi corazón, porque en mi
corazón hay solo amor humano. Entonces, ¿es imposible cumplir el mandamiento de
Jesucristo? No es imposible, porque Jesús no manda nada imposible, pero para
poder cumplirlo, debemos pedir dos cosas: postrados ante Jesús crucificado o
ante Jesús Sacramentado, debemos pedir la gracia de ser crucificados junto a
Jesús –se entiende que la crucifixión, al no ser en sentido material, es en
sentido espiritual-; por otro lado, debemos pedir al Padre el Espíritu Santo,
como nos enseña Jesús: “Pidan al Padre el Espíritu Santo y el Padre se los dará”
y así, crucificados con Cristo en el Calvario y con el Amor del Espíritu Santo
en el corazón –comunicado este Amor por la Comunión Eucarística-, entonces sí
podremos vivir el mandamiento verdaderamente nuevo de Jesús: amarnos los unos a
los otros como Jesús nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Divino Amor, el Amor del Espíritu
Santo.
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