“La causa de la condenación es no creer en el Hijo único de
Dios” (Jn 3, 16-21). Las palabras de
Jesús revelan varias cosas: por un lado, descarta de plano la idea de un Dios “buenista”,
el cual siendo todo misericordia, no condena a nadie eternamente; por otro
lado, revela que Dios sí castiga y castiga eternamente; por último, revela
implícitamente que hay un castigo y por lo tanto un lugar de castigo, el
Infierno, para quienes se nieguen a creer que Él, Jesús de Nazareth, es el Hijo
único de Dios, enviado para salvar a los hombres de la eterna condenación. Si Él
es el Mesías, si Él es el único Camino al Padre, si Él es la única Verdad sobre
Dios Trino que hay que creer, si Él es la única Vida eterna que el alma debe
recibir para poder ingresar en la gloria eterna, entonces, todo aquel que lo
rechace a Él, a Jesús, como al Mesías y Salvador, está condenado,
irremediablemente, a la eterna condenación. No hay otra interpretación posible
de las palabras de Jesús y no hay forma de atenuar lo que Él dice: “La causa de
la condenación es no creer en el Hijo único de Dios”. De esto se deduce que hay
una posibilidad, tanto de salvación, como de condenación eternas, pues Jesús
está hablando de la Vida eterna, la vida que sobreviene cuando el alma deja
esta vida terrena para ingresar en la eternidad. Las palabras de Jesús también
revelan la necesidad imperiosa de creer en Él, en Jesús de Nazareth, como Dios Hijo
encarnado, que ha sufrido su misterio pascual de Muerte y Resurrección, que ha
subido a los cielos, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para poder
ser salvados de la eterna condenación.
Esto justifica la actividad apostólica y misionera de la
Iglesia Católica que, fundamentadas en las palabras de su Señor, recorre
cielos, mares y tierra –y así lo hará hasta el fin de los días- en busca de
almas para salvar. Porque estamos en esta vida para salvar el alma, creyendo en
Jesús de Nazareth, pero en el Jesús católico, el Hijo de Dios encarnado que
prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que nos insufla el Espíritu Santo en
cada comunión.
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