(Ciclo
B – 2020)
Cuando se contempla el Pesebre de Belén, si se lo mira sólo
con los ojos del cuerpo y sólo con la razón humana, se ve a un típico
matrimonio hebreo, con su hijo recién nacido, en una pobre gruta de Palestina. A
este niño van a visitarlos pastores y también unos Reyes Magos, venidos desde
lejos.
Sin embargo, el Pesebre de Belén no puede nunca contemplarse
sólo con los ojos del cuerpo y no puede nunca analizarse con el sólo alcance de
la razón humana: es necesario contemplarlo con los ojos del alma, iluminados
con la luz de la fe.
Contemplemos, entonces, a la Madre del Niño. Parece una
mujer joven, hebrea, que acaba de dar a luz a su hijo primogénito. Como toda
madre, lo envuelve en pañales, lo abraza, le transmite su calor, lo alimenta, lo
acuna, trata de hacerlo dormir. ¿Quién es esta Madre, según la Fe Católica?
Esta Madre no es una madre más entre tantas: es la Virgen y Madre de Dios; es
Virgen, porque hasta la concepción de su Hijo no habitó con ningún hombre y el
fruto de su concepción, según las Palabras del Arcángel Gabriel, no es producto
de hombre, sino de Dios Padre, quien ha enviado su Hijo, la Segunda Persona de
la Trinidad, para que se encarnara en su seno virgen y esta obra de la
Encarnación del Verbo la ha realizado a través de su Amor, el Espíritu Santo.
De manera que la Madre del Niño no es una madre más entre
tantas: es la Virgen y al mismo tiempo, es la Madre de Dios; es la Nueva Eva,
es la Mujer del Génesis, que aplasta la cabeza de la serpiente; es la Mujer del
Calvario, que acompaña a su Hijo en su agonía y muerte en cruz; es la Mujer del
Apocalipsis, revestida de sol, revestida de la gracia divina.
Al contemplar a la Mujer del Pesebre, la contemplemos con
los ojos de la Fe Católica y así contemplaremos no a una mujer hebrea
primeriza, que atiende con amor su primogénito, sino que contemplaremos a la
Virgen y Madre de Dios que alimenta y acuna, entre sus brazos, a Dios hecho
Niño sin dejar de ser Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario