(Ciclo B - 2020 – 2021)
“En
el principio era el Verbo (…) el Verbo era Dios (…) el Verbo era la Vida y la
Luz (…) y el Verbo habitó entre nosotros” (Jn
1, 1-5. 9-14). Podemos decir que en estas pocas palabras, el Evangelista Juan
nos describe la esencia, el fundamento y la razón de ser de la Navidad. ¿Por
qué razón? Porque el Evangelista Juan describe a Jesús de Nazareth, el
Hombre-Dios, que al nacer en Belén es, obviamente, el Niño Dios; es decir, la
descripción que Juan Evangelista hace de Jesús adulto, es la descripción que le
corresponde a Jesús siendo Niño recién nacido, en Navidad. Y así como Jesús de
Nazareth es un misterio incomprensible e inaferrable a los ojos y a la razón
humana, así lo es el Niño de Belén; por esta razón, la escena de Belén tiene
que ser contemplada, meditada y reflexionada a la luz del Principio del
Evangelio de Juan que, si bien lo dijimos, se refiere a Jesús adulto, se aplica
obviamente a Jesús recién nacido en el Portal de Belén. La razón por la cual la
Navidad no se comprende o, mejor dicho, la razón por la cual los cristianos
viven una navidad pagana y no cristiana, es debido a que se mira la escena de
Belén con ojos y razón humana y no con los ojos del alma iluminados por la luz
de la gracia.
Al
contemplar al Niño de Belén, contemplamos un Niño humano recién nacido: sin
embargo, ese Niño humano ya era desde la eternidad, porque fue engendrado, no
creado, desde toda la eternidad, desde el seno del Padre y por eso este Niño es
la Palabra de Dios y es Dios que se auto-revela en su Palabra: “En el principio
ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y
era Dios”.
Vemos
un Niño recién nacido, acunado por su Madre, indefenso, necesitado de todo,
pero es por este Niño por el cual todo –absolutamente todo, el universo
material visible, como el inmaterial e invisible- fue creado: todo fue creado
en Él, para Él y por Él: “Ya en el principio él estaba con Dios. Todas las
cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe”.
En
el Pesebre vemos un Niño recién nacido que necesita del alimento de la Madre
para subsistir, como todo niño recién nacido; sin embargo, ese Niño que es alimentado
por la Madre Virgen, es el Creador del universo visible e invisible, por Quien
todo recibe el acto de ser y se mantiene en el ser; es decir, Él recibe vida de
su Madre, pero Él es a su vez El que da la vida –natural y sobrenatural- a
hombres y ángeles: “Él era la vida”.
En
el Pesebre de Belén la única luz que alumbra es la del fuego que encendió su
Padre adoptivo, San José, y sin embargo, ese Niño de Belén es, además del Dador
de vida, la Luz de ángeles y hombres, porque Él es Dios y en cuanto Dios, es
Luz Eterna e Increada, aunque al venir a este mundo no haya sido recibido por
los hombres, quienes prefirieron seguir viviendo en las tinieblas: “Y la vida
era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la
recibieron”.
El
Niño de Belén es la Sabiduría del Padre y en cuanto Sabiduría, es luz del
intelecto, que ilumina a toda inteligencia creada, sea humana o angélica y en
cuanto Sabiduría divina, ya estaba en el mundo antes de la Encarnación, por
cuanto todo en el mundo fue hecho con y por medio de la Sabiduría divina, pero
aún así, fue rechazado por los hombres: “Aquel que es la Palabra era la luz
verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo
estaba; el mundo había sido hecho por él y, sin embargo, el mundo no lo conoció”.
En
el Pesebre de Belén vemos a una típica familia hebrea de Palestina; vemos que
Dios, al nacer, se hace Niño sin dejar de ser Dios y asume una naturaleza
humana de una raza específica, la raza hebrea, y así viene “a los suyos”, pero “los
suyos” no lo recibieron: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.
Pero
que haya asumido una raza no significa que haya venido sólo para esa raza: la
Venida del Hijo de Dios en carne humana es para adoptar a todos los hombres de
todos los tiempos y de todas las razas, sólo basta que el hombre lo acepte como
Salvador y se bautice y así será adoptado por Dios como hijo: “Pero a todos los
que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que
creen en su nombre”.
Los
que creen en el Niño Dios y lo aceptan como Salvador y Redentor, son hijos
adoptivos de Dios, que han nacido no por concepción humana, sino que han nacido
por el bautismo de “fuego y Espíritu” que el Niño de Belén ha venido a traer
para los hombres y así todo hombre que recibe el Bautismo sacramental que viene
a traer el Niño de Belén, se llaman y son “hijos de Dios”: “Los cuales –los hijos
adoptivos de Dios- no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por
voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios”.
En
el Pesebre de Belén vemos un Niño humano, con un cuerpo humano, con su alma
humana, pero lo que no vemos y está en el Niño de Belén, es a la Segunda
Persona de la Trinidad, el Verbo de Dios, la Palabra de Dios, que se ha
encarnado, precisamente en la Humanidad Santísima del Niño de Belén y es por
eso que el Verbo de Dios, que es Dios, que estaba en Dios desde la eternidad,
que es la Luz y la Vida de los hombres, se ha encarnado y ha venido a habitar
entre nosotros: “Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre
nosotros”.
Por
esta razón, quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria del Padre, la
gloria que le corresponde desde la eternidad, porque la recibió desde la
eternidad y en cuanto pleno de gloria, el Niño de Belén está también “lleno de
gracia y de verdad”: “Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a
unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.
“En
el principio era el Verbo (…) el Verbo era Dios (…) el Verbo era la Vida y la
Luz (…) y el Verbo habitó entre nosotros”. Lo mismo que se dice de Jesús
adulto, se dice del Niño de Belén y lo mismo que se dice del Niño de Belén se
dice de la Eucaristía, porque la Eucaristía es la prolongación de la
Encarnación del Verbo. Por eso, el misterio insondable del Verbo Eterno encarnado
en María Virgen y nacido en el Pesebre de Belén no finaliza ahí, sino que se
prolonga, inefablemente, en cada Santa Misa.
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