(Ciclo
B - 2020 – 2021)
“Le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo
primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 2,1-14). La sencillez de la
descripción del Nacimiento del Redentor van de la mano con la grandeza y gloria
del Niño Dios recién nacido en Belén. En efecto, según el Evangelio, se produce
un nacimiento, en un establo que servía de refugio para animales, de un niño,
que descripto así parece uno más entre tantos, el cual luego es envuelto en
pañales por su madre. Aunque el Evangelio no lo describe, también está presente
el esposo legal de esta madre, San José. Así descripto, tal como aparece en el
Evangelio, el Nacimiento de Jesús de Nazareth es, en apariencia, como uno más
de entre tantos, con la salvedad que el mismo se produce en un pequeño pueblo,
perdido en la inmensidad del Imperio Romano, en Palestina, llamado Belén,
aunque en rigor de verdad, no nace en el pueblo, sino en las afueras del
pueblo, en un establo para animales. Visto con los ojos y la razón humana y
teniendo en cuenta que los Evangelios son libros que describen hechos
históricos, se puede decir que en este pasaje se describe el nacimiento de un
niño hebreo, uno más entre tantos, en una cueva que servía de refugio para
animales y que apenas nacido, su madre hizo lo que hacen todas las madres, esto
es, envolverlo en pañales.
Pero eso es lo que aparece a los sentidos y a la razón y lo
que aparece y se manifiesta como un nacimiento más entre muchos, es en realidad
algo inmensamente más grandioso y glorioso que lo descripto por el Evangelio. La
razón es que el Niño que nace no es uno más entre tantos; la Madre que da a luz
no es una madre más entre tantas; el padre del Niño, San José, es sólo su padre
adoptivo y no biológico.
El Niño que nace en Belén no es un niño más entre tantos: es
la Segunda Persona de la Trinidad que, generada en la eternidad en el seno del
Padre, se une hipostáticamente, personalmente, a una naturaleza humana y nace
en el tiempo, milagrosamente, del seno de la Virgen Madre. El Niño que nace en
Belén, por lo tanto, es, con toda justicia, llamado “Niño Dios”, porque es Dios
Hijo, encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth y nace en Belén,
que significa “Casa de Pan”, porque ha venido a este mundo para donarse a Sí mismo
como Pan de Vida eterna, entregando su Cuerpo y su Sangre en la Cruz y en la
Sagrada Eucaristía, para la salvación de los hombres. El Niño que yace en el
Pesebre, envuelto en pañales, es el Salvador del mundo, tal como se lo dicen
los ángeles a los pastores.
La Madre de este Niño no es una madre hebrea más entre
tantas, sino que es la Madre de Dios, porque se llama “madre” a la que da a luz
a una persona y la Persona a la que da a luz esta Madre y Virgen es la Segunda
de la Trinidad, Dios Hijo encarnado.
Por último, el padre del niño, que aparece en la escena del
Pesebre, es el Padre adoptivo del Niño, no es su padre biológico, porque el
Padre del Niño es Dios Padre, quien lo engendra en su seno eterno,
comunicándole su naturaleza divina. San José es sólo Padre adoptivo de Jesús,
pero no es quien lo ha engendrado, porque el Niño nacido milagrosamente de la
Virgen “ha sido engendrado por el Espíritu Santo”, tal como le dice el Arcángel
Gabriel a María Santísima en la Anunciación.
“Le llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo
primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”. El Nacimiento
de Belén, sucedido hace más de dos mil años, trasciende el tiempo y el espacio,
puesto que la salvación que viene a traer el Niño de Belén es para todos los
hombres de todos los tiempos. Y ese Nacimiento, misteriosamente, se renueva y
actualiza cada vez, sacramentalmente, en la Santa Misa, porque se prolonga en
la Eucaristía la Encarnación del Verbo de Dios, Cristo Jesús, Pan de Vida
eterna. Por esta razón, la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de
Nochebuena y es por esto que sin Misa de Nochebuena no tiene sentido celebrar
la Navidad.
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